miércoles, 12 de agosto de 2009

Neutrogena noruega I

Empezaba bien el viaje al ser el único de manga corta que se bajaba del avión. Empezaba bien el viaje al darme cuenta de que el hotel que había reservado estaba a dos horas del lugar de trabajo, como si curras en Burgos y duermes en Madrid.




Al fondo se ven los barcos de asistencia de las petroleras y los cruceros turísticos. A la derecha construcciones medievales del puerto.

El autobusero de la línea del aeropuerto a Bergen centro me dió una gelidísima bienvenida con una tarifa del equivalente a 20 euros -para un trayecto que podría ser el cogerte la Conti de Alcalá a Canillejas- y con el aire acondicionado puesto. Si en Dubai descubrí que los muy hijoputas dejaban el coche encendido para que al volver estuviera fresquito aquí en Noruega funciona la maquinita del aire aunque fuera haga unos 15 ºC, que es lo que hace, chaquetita y las chicas con los brazos pegados al andar por la calle.



-¿Todavía prefieres morir de pie que vivir de rodillas? -¿Sabes? Me la pela, hoy llevo una camiseta molona.

Lo que hace acordarte a la larga de un país es el paisaje y el paisanaje. El paisaje noruego es lo que nos cuentan en la tele, el país de los fiordos. Imaginemos islas, grandes entradas de mar, frondosos bosques de hayas y abetos, riscos junto al mar; todo eso junto es lo que se ve desde el avión al aterrizar en Bergen. Todo ello es bonito por separado, así que tiene que serlo junto.



Vista desde el hotel.







Bergen desde lo alto.


Bergen es una ciudad no demasiado grande, una ciudad de tradición marinera al final de una retorcida bahía y protegida por siete montañas que se levantan allá donde se acaba la bahía. Casas aparentemente de madera se desperdigan por las lindes de dichas montañas a lo largo de la lengua de mar.

Una vez llego al hotel una vez que salgo a dar el pateo que me permita cumplir con lo que dicen las guías que hay que visitar. Pero al salir veo que hay mucho helicóptero e hidroavión por el cielo, aparatos que de repente pican y amerizan tras unas antiguas casas de madera, así que allá voy. Dichas casitas en línea a lo largo de la bocana principal del puerto es Bryggen, la parte más antigua de la ciudad, reconstruida tras un incendio al principio del siglo XVIII.




Bryggen




Hidroavión

Para dirigirse allí hay que pasar por el mercadillo y por la lonja del pescado. Allí no sé si realmente estoy allí en Bergen o me he quedado en Barajas, en una de esas abducciones que puede realizar sobre los viajeros el Gran Barajas. Cientos de españoles hablando de las gambas, de los bueyes de mar, de las langostas, del salmón mucho mejor que el del Corte Inglés, qué dónde va a parar, y, oye, que los que despachan son también españoles. Así estoy flipando, mirando fijamente a los pescaderos cuando uno, sin que yo abra la boca, me dice: “Qué te pongo, chaval”. Despierto y resulta que sí, que son gallegos, catalanes, valencianos, chilenos, son mecánicos y pescadores que currelan en las flotas que hacen la temporada Noruega arriba a partir de Octubre, y que mientras tanto, aquí están currando en la lonja de Bergen vendiendo la merca del mar a precio de oro. Después de que uno de ellos me dé a probar varias cosas, me llevo un taco de carne de ballena ahumada, el jamón de Jabugo del mar, y así hay que cortarla. Finísimas lonchas, un chorrito de aceite y limón, vino blanco y a gozar.

Los otros españoles, los que dejan las coronas y se llevan los salmones, pertenecen a las hordas de turistas que se suben a los cruceros que empiezan la ruta de los fiordos en Bergen. La maniobra es tal que así: vuelos charter hasta Bergen, autobuses fletados con guía de micrófono, medio día en Bergen, a subirse al crucero, el capitán hace sonar la bocina para que haga eco en la bahía y vacaciones en el mar.




La iglesia de Santa María, del siglo XI, edificio más antiguo de Bergen, y los autobuses que no dejan de llegar.


Después de forzar la maquinaria del coche de San Fernando para llegar al helipuerto y de ver todo el centro me empieza a tirar la idea de subir al monte más alto de los siete que rodean la ciudad: el Floyfjellet (como es Noruega, ya sabéis, la o con barra que la cruza). Son 417 m de altura junto al mar, así que la subida merecerá la alegría. Sube directo un funicular que sube con una inclinación de 26º, es decir que en España pondría una señal de peligro con la rampa picando arriba y un 44 % al lado, a subir en primera, para entendernos.



Prefiero subir andando entre el bosque, y mejor, porque ahí me esperaba el paisanaje además del paisaje que se da por hecho en la subida a una montaña. Los noruegos, ellos y ellas, son corpulentos, con tendencia al rubio platino en las cabelleras, y algo desgarbados. El caso es que la subida al Floyen está llena de empinadas sendas y típicas barras para entrenar y el lugar, no sé si tendrá que ver el atletismo, está llenito de divinidades vikingas. A dichas deidades me gustaría hacerlas saber que soy latino, tan latino como Lorenzo Lamas, latino toda la noche, latino toda la mañana. En estas diquisiciones llego a la cima y las vistas, de la ciudad, compensan el esfuerzo.

1 comentario:

álvaro dijo...

pero no hablas de fixies?

jejeje, soy gracioso de la hostia, eh!?

qué envidia tío, tengo muchas ganas de ir a Noruega. Lo de la ballena a lo mejor me lo ahorraba por temas de conciencia, pero la verdad esq ue me molaría probarla. Imagino que las fotos de la cumbre para la siguiente entrega, no?